25/05/2015
En la película futurista Yo, robot
(2004) el inspector de policía Spooner llega al despacho del jefe de la
compañía USR, dedicada a crear robots que sustituyan a los humanos como
fuerza laboral. Tiene que interrogarle porque ha habido un suicidio
sospechoso del fundador. Spooner ejerce como los apocalípticos de Umberto Eco,
contrario al avance de esta tecnología, mientras Lawrence Robertson,
jefe de la empresa, es uno de los integrados que cree con firmeza que el
futuro es de las máquinas. La película retrata la eterna paradoja del progreso tecnológico frente a la dignidad en la supervivencia del ser humano.
Ante las suspicacias de Spooner, Robertson defiende la necesidad de la
tecnología con el argumento de que al final de un proceso de cambio, por
muy brutal que sea, nunca pasa nada –grave quiere decir-. Emplea un
ejemplo que ahora sin embargo vemos como actual: las bibliotecas se cerraron cuando Internet se instaló en todos los hogares y nadie protestó…
Como bibliotecario, un escalofrío me
recorrió “como si alguien pisará mi tumba”, que diría un sin quererlo
divertido cowboy en una serie wéstern de hace años. El escalofrío es
porque soy consciente de que efectivamente vamos por ese camino, donde
Internet y la automatización de muchos servicios que presta la
biblioteca, cuando no todos, hagan prescindible la presencia de
trabajadores humanos. Pero mi reflexión gira en torno, como defiendo en otros artículos en este mismo foro, a que gran parte de culpa en esta situación la tenemos nosotros mismos, bibliotecarios o profesionales de la documentación
que también somos hijos de nuestra sociedad y nos echamos corriendo en
manos de la tecnología, la comodidad, las supuestas innovaciones y los
avances sin ver que en verdad sobrevivimos al vaivén de los caprichos de una sociedad de consumo.
En un impecable artículo en Babelia del pasado 2 de mayo, Ricard Ruiz,
escribía sobre el futuro de las bibliotecas como pioneras en el uso de
las nuevas tecnologías; la digitalización, blogs y bibliotecas
futuristas; campañas de dinamización. Defendía además que estos espacios
ayudaban a superar la llamada brecha digital.
Francamente no diría tanto, pero es que además creo que las bibliotecas
deberían cambiar el objetivo de tener digitalizadas tropecientas obras,
hacer otras tantas actividades de fomento a la lectura –muchas de ellas
discutible que fomenten nada cuando son rellenos alejados del libro y
destinados a pasar el tiempo a bajo coste o cero- o ser los primeros en
prestar ereaders, ebooks, acceso gratuito a Internet mediante wifi,
tener presencia en cualquier red social, apps… ¿Hay detrás contenido real? ¿No estaremos siendo los clientes sumisos de algunas compañías de Silicon Valley que como alertaba otro artículo reciente basan su ideología no en acumular dinero, sino en crear nuestra propia forma de vida?
Citando de nuevo a Umberto Eco, nos aproximamos –si no estamos ya- a una nueva Edad Media
donde en una sociedad volátil las bibliotecas, a manera de monasterios
medievales, pueden jugar el papel no sólo de guardianes de la memoria
–escrita en cualquier soporte o no escrita- sino además ser el garante,
la última frontera donde alguien pueda decir: quiero leer algo diferente
a lo que publica el mercado, quiero estar dos horas reflexionando en
torno a tres poesías que me han emocionado, quiero saber de verdad algo
sobre este tema o género literario y el bibliotecario tal o cual sea un
experto en la materia –quizás en la especialización esté el futuro, pero
desde el saber humano que también abarca el científico-, dar eco a la
literatura alternativa y fuera de los circuitos, a ensayos que nunca se
digitalizarán porque no interesan o su coste es caro. Cosas en
definitiva que ya no vemos en nuestras bibliotecas públicas.
No me convenzo de que claudiquemos tan fácil ante el dictado de la
tecnología o el capricho del experimento pasajero, pero entiendo que
hace falta tiempo, valor y más medios (¡ay, los medios!) para situar el
valor de lo humano, lento, parsimonioso, frente a lo inmediato y
atractivo de dicha tecnología.
La
respuesta quizás esté en el pasado y no en el futuro. Vayamos a la
esencia, recuperemos la cordura y rebelémonos contra nuestra propia
desidia. No nos escudemos en que el tiempo pasa rápido porque pararlo
está en nuestra mano, como en la canción de Dylan No time to think. El libro y las bibliotecas deben ser algo más que un objeto y un continente de consumo.
Conocer no es almacenar datos, sino saber interpretarlos, ubicarlos, valorarlos. Más información no implica mayor conocimiento. Más caminos no suponen un viaje más feliz: en todo caso, acentúan la necesidad de mejores mapas. Las posibilidades que abre Internet al saber humano son enormes. Pero las posibilidades por sí solas no son suficientes. Internet ofrece un universo cognoscible, pero el ser humano es el que conoce, el cognoscente”.
Son palabras que suscribimos del profesor Antonio Barnés en su Elogio del libro de papel (p. 55).
Abramos los ojos y reconduzcamos el camino, bajémonos de la nave que
viaja a 20.000 kilómetros por hora y estemos un rato andando y
disfrutando del paisaje, cada cual el que le guste. Nuestras mentes lo
agradecerán, las bibliotecas están o deberían estar para eso y ofrecen
miles de paisajes.
Por cierto, la película Yo, robot es atribuida a una serie de historias de Isaac Asimov tituladas también Yo, robot. A la postre un libro, en vuestras bibliotecas.
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