Ocupa el sillón
J de la Real Academia Española. Escritor, catedrático y traductor, convirtió la
literatura y el mundo clásico en sus pasiones. Pero el título que le atribuyen
sin discusión quienes lo conocen y lo han leído es el de sabio. Pasó su
infancia en el Mediterráneo, sumergido en la biblioteca de su abuelo militar.
Fue un niño miope al que le gustaba poco el deporte, una rareza en su familia.
Asegura que la lectura es la manera de escapar de “la prisión del presente”.
Tiene algo de exótico un catedrático (emérito) de Filología Griega en un
mundo que le ha vuelto la espalda a los saberes clásicos. Por eso mismo,
dice Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943)
hace falta “ir a las barricadas”, para seguir peleando por que a las
humanidades les quede al menos un rincón. Escritor, crítico, ha recibido dos
veces el Premio Nacional por algunas de sus muchas traducciones. Dirige la
colección Biblioteca Clásica Gredos. Por dar noticia de la variedad de sus
intereses, basta con citar algunos de sus libros: Epicuro, La secta del perro, Diccionario de mitos, Las primeras
novelas, Sirenas: seducciones y metamorfosis o el último, La muerte de los héroes. Hace poco fue elegido para ocupar el
sillón J de la Real Academia Española. De dónde viene, cómo fue su historia,
qué España le tocó vivir: de eso tratamos en su casa de Madrid para averiguar
cómo terminó convirtiéndose en un hombre sabio, un título que le otorgan sin la
menor discusión cuantos lo conocen y lo han leído.
¿Qué me
dice de sus primeros años? Nací en Palma en casa de mi abuelo.
Entonces se nacía en las casas. Soy el primero de seis hermanos, mi padre era
militar de baja graduación. De niño iba con mi abuelo a la catedral a misa
mayor (no era muy religioso, pero le gustaba la ceremonia). Al salir me
encontraba con la bahía, hay un mirador estupendo, y luego estaba recorrer de
un lado a otro el paseo del Born. Hasta los siete años.
Empieza
ya entonces a leer. Mi abuelo tenía una biblioteca
bastante grande y muy bien ordenada, a diferencia de la mía. La suya debía de
tener 4.000 o 5.000 ejemplares y se pasó la vida ocupándose de ella. Era un
hombre muy disciplinado, se levantaba a las ocho de la mañana y se acostaba a
las doce de la noche después de escuchar Radio París. Siempre hacía lo mismo.
Poseía unas libretas donde tenía catalogados todos sus libros. Tuve también un
tío que escribía en los periódicos. Mi abuelo no. Se sabía poesías de memoria.
Le gustaban mucho Amado Nervo, Rubén Darío y, un poco menos, Unamuno. Tenía toda la obra de Blasco Ibáñez, al
que yo nunca leí por prejuicios.
“Gente como mi abuelo, con una gran
cultura literaria, que estaba al día de lo que pasaba, que anotaba sus
libros, ha ido desapareciendo”
¿A qué
se dedicaba su abuelo? Era coronel de carabineros
retirado. Se retiró en 1935. Los carabineros no se sumaron al alzamiento, y tal
vez, de haber estado en activo, lo hubieran fusilado. El castigo que Franco les
impuso fue el de mantenerles la paga de 1936, así que en los años sesenta
seguía cobrando lo mismo que al empezar la guerra: mil pesetas. Tenía algún
amigo general que había muerto en la mayor de las pobrezas. Ese tipo de gente,
como mi abuelo, ha ido desapareciendo. Gente que poseía una gran cultura
literaria, que estaba al día de lo que pasaba. Sus libros estaban anotados. Mis
favoritos de su biblioteca fueron Conan Doyle y Julio Verne, en unas viejas
ediciones con grabados. Yo era un niño bastante miope, con gafas. Muy poco
deportista. Fui una rara avis dentro
de la familia.
¿Por
qué se va de Palma? Cuando tenía ocho años, mi padre
pidió el traslado a Rosas, en Girona, a una batería de montaña. Donde ahora
está elBulli hubo una batería de montaña, que yo recuerdo con unos cañones
tremendos. Y allí estuvimos más o menos cinco años. A mi padre le gustaba cazar
y pescar. Lo había hecho en el norte de Mallorca y luego lo hizo en Rosas. A mí
me gustan esos paisajes, el del Ampurdán y el de Mallorca, se parecen un poco a
las islas griegas. Mi niñez y mi adolescencia están ligadas al Mediterráneo.
Luego me vine a Madrid a hacer la carrera. Vine solo.
Fue
hijo de militar en una dictadura gobernada por militares. Mi padre no era nada militar, se pasaba la vida en el café. Antes de
la guerra se había alistado como voluntario y lo destinaron a África. Así que
vino desde allí con las tropas de los moros. Y estuvo en todas partes: en
Brunete, en Belchite, en el Ebro. Pero era muy joven, no sé si llegó a
sargento. Si se quedó en el Ejército fue porque aquella catástrofe lo dejó
desconcertado. Su familia era de derechas y un hermano suyo murió en la guerra,
pero terminó siendo totalmente antifranquista. Tuvo que luchar cuando debería
haber estado estudiando y luego ya no pudo hacerlo. Venía de esa zona de
Castilla donde estaban muy implantadas las JONS y tenía muchas
ilusiones, según contaba mi madre, de que vendría un mundo mejor. Así que vivió
siempre desilusionado. Hablamos poco. Me he quedado con algo pendiente. Es lo
que decía Fernán Gómez sobre su
padre, que nunca le pudo decir cuánto lo quería. Era una persona como
bondadosa. Nunca hablaba de la guerra. Y nosotros no le preguntábamos. Tenía
muchos méritos acumulados, así que eso terminó conduciéndole también a Madrid,
al Ministerio del Ejército, uno o dos años después de que llegara yo.
¿De qué
parte de Palencia venía? Su padre era de San Cebrián de
Campos, un sitio muy bonito cerca de Carrión, en la Castilla más antigua, en la
comarca del Pisuerga. Era veterinario y, al revés del abuelo de Palma, muy
desordenado. Tenía una especie de herrería en una cuadra donde también había
caballos. En el patio crecía un gran moral, donde nos subíamos de pequeños y
nos manchábamos enteros. Mi amor por Castilla viene de ahí. Viajábamos en tren,
generalmente en vagón de tercera; éramos entonces los cuatro hermanos pequeños
y mis padres. Íbamos en barco de Mallorca a Barcelona, donde mi padre, para
hacer tiempo, nos llevaba a un cine de las Ramblas donde ponían películas
cómicas en sesión continua: Charlot, Jaimito, etcétera. Y al zoo. De Barcelona
solo conocíamos el cine y el zoo. Y luego íbamos a la estación de Francia y
cogíamos un tren que tardaba veintitantas horas; hasta Valladolid primero y
después a Palencia.
¿Y su
madre? Fue la que nos crio a todos. Era una
mujer muy alegre, siempre rodeada de niños. No hizo nada más que cuidar de la
casa. Pienso que fue feliz a medias. No le gustaba la cocina, no le gustaba
coser, hubiera preferido una vida más alegre. Se vio hipotecada por los seis
hijos. Llegó a vivir muchos años, unos noventa, y en los últimos le salió un
poco la amargura de haber gastado toda su vida en la familia. Tenía un fondo
frívolo, le hubiera gustado que se ocuparan más de ella. Era muy tradicional.
¿Cómo
terminó dedicándose al griego? Tuve
siempre vocación de letras, por el ambiente familiar. Si decidí dedicarme al griego
fue porque, en Filosofía y Letras, los profesores de lenguas clásicas eran muy
buenos. Francisco Rodríguez Adrados o
Luis Gil, que todavía viven. De hecho, la presentación en la Academia fue promovida
por Adrados: tenía miedo de que se quedaran sin helenistas.
¿Cómo
era el Madrid de aquellos años? Me gustó
mucho. Fui del mismo curso que Manuel Gutiérrez Aragón, Carlos Piera, Jesús
Muñárriz, Lourdes Ortiz... Era una universidad muy politizada, aunque no todo
el mundo lo estuviera. Algunos de mis amigos pertenecían al partido comunista.
Participe en la manifestación de 1965. Me detuvieron, pero durante poco tiempo.
Más adelante conocí a García Calvo y a Tovar. Entonces se leía mucho, fuera de
los textos obligatorios. Era la época del existencialismo, de Sartre y Camus, a quienes se los conocía bien. Los más
finos leían a Guillén o a Aleixandre. Era un mundo donde no había televisión,
donde no había pantallas, y el cine español tenía cosas interesantes, no solo
las comedias de Landa. Tuvo mucho éxito en aquella época la novela Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Todo eso ha
ido desapareciendo. Ahora los alumnos leen muy poco. Fuera de lo que es
obligatorio, no saben nada. Pasan mucho tiempo dedicados al móvil y no les
queda casi nada para leer.
“La gente que no lee vive en la prisión
del presente. La vulgaridad siempre tiene a su favor la facilidad. Es muy fácil
ser vulgar, ser como todos”
Eso le
debe parecer un horror, ¿no? Soy sobre
todo lector y todo lo que he escrito tiene que ver más con mis lecturas y menos
con mis experiencias personales. Para mí, leer es entrar en un mundo de
horizontes casi diría que infinitos. Y donde hay figuras dramáticas y
situaciones y épocas que son mucho más interesantes que mi propio contexto.
Quien no lee está limitado a sus circunstancias más próximas: los vecinos, la
tele, los juegos. Para mí, la lectura es como un campo de correrías. Siempre
he leído y he escrito lo que me ha gustado. Seguramente por eso soy mal ejemplo
para filólogos. Decía Martín de Riquer en una entrevista, aunque no es del todo
exacto: “Yo no he trabajado nunca. Todo lo he hecho por placer”. Yo creo que no
es incompatible lo uno con lo otro, pero a mí me pasa lo mismo: todo lo he
hecho por placer. Cuando llegue al más allá no haré reclamaciones.
¿Cómo
le fue en términos académicos? Comencé
siendo un lingüista estructural. Me gustaba mucho la sintaxis y el
estructuralismo estaba de moda. Era una disciplina puntera e hice mi tesis
sobre las voces del verbo griego, un trabajo bastante difícil, y el libro que
salió de ahí me sigue pareciendo estupendo. Se publicó en 1970. Me apasiona el
griego y he traducido mucho. Pero, sí, he derivado hacia la literatura. Me
gusta la épica, me gustan las aventuras. Luego también me he metido en los
mitos artúricos. Mi atracción ha pasado de los clásicos al mundo de la
mitología. He trabajado bastante en la literatura comparada, las literaturas
medievales inglesa, francesa, alemana. No he tratado la literatura más cercana,
sino la que está más distante. Al terminar, fui catedrático un año en Granada y
seis en Barcelona, pero siempre hemos tenido la unión con Madrid, porque mi
mujer era de Madrid.
¿Y qué
pasó con el griego? Sigo acudiendo mucho a los griegos.
La Iliada, la Odisea, las grandes
obras trágicas me atraen mucho; también Platón. Me han gustado asimismo textos
un poco raros, que ni siquiera estaban en español. Yo traduje, por
ejemplo, El viaje de los argonautas, de Apolonio de Rodas. Y
también la vida de Alejandro, de Pseudo Calístenes. Es un griego, seguramente
egipcio que escribía en griego, y se ocupa del mito de Alejandro 400 años
después de su muerte. Ahí ya están algunas de sus grandes aventuras: un viaje
en globo a las alturas, un viaje en una bola de cristal al fondo del mar, el
encuentro con los árboles parlantes. En España todo eso está en el Libro de Alexandre, del primer tercio del siglo XIII.
Aventuras
y aventuras. Me atraen las aventuras míticas, que
tienen su lado fabuloso. Por eso en la última versión de mi libro sobre los
mitos he metido a uno que hasta ahora no me atrevía: Tarzán. Es un héroe
moderno, pero no es galáctico. No puedes compararlo con Superman, y me parece
mucho más interesante aunque políticamente incorrecto. Es el niño blanco, de
buena familia inglesa, que recupera en medio de la selva y los monos todo el
mundo victoriano.
Y la
política, ¿no le ha atraído nunca? Me he
mantenido siempre bastante apartado. De ideas soy de izquierdas, me gusta
el marxismo teórico, pero creo que la práctica
lo ha desprestigiado mucho. Nunca he pertenecido a ningún grupo político,
aunque he sentido cierta simpatía por el socialismo de la época de Felipe González. Y soy un admirador de la
Transición: aunque tiene sus limitaciones, fue un gran avance. Vengo de la
época franquista y nunca he podido aceptar el mundo de la censura. Hice un
viaje a Cuba para estar dos semanas como comisario de libros. No pude aguantar
más que una. Era un mundo donde no había periódicos y donde la gente que acudía
a las conversaciones venía con ideas previas, con sus papelitos para censurar.
También
se ha ocupado del pensamiento. Sí, la
filosofía ha sido muy importante para mí. He escrito prólogos para libros de
Platón, Aristóteles, para otros grandes. Pero también, y fundamentalmente, he
abierto la línea sobre Epicuro y los cínicos.
Mis libros fueron anteriores a cuando se pusieron de moda. Todo el mundo habla
ya de Epicuro, pero mi libro fue de los años ochenta. Y luego están los
cínicos, a los que se llamaba la “secta del perro”. Me gusta lo que hay en
ellos de búsqueda de una felicidad terrestre y su desconfianza en el idealismo
y las falsas ideas, y esa búsqueda de la amistad, de una sociedad sin grandes
pretensiones pero muy humana. Los cínicos me han hecho gracia, y eso que yo soy
más epicúreo que cínico. Me han interesado como movimiento de protesta con una
gran dosis de humor, de un humor punzante. Eran muy anarquistas.
Le
interesa, por lo que veo, lo más próximo, lo que está escrito en letras
minúsculas. Como los epicúreos, creo en la
amistad. Pero en unos cuantos amigos, a los que se pueda tratar de verdad. Toda
esta gente que a través del móvil tiene cientos de miles de amigos, pues eso me
parece una tontería. No creo en las grandes palabras huecas.
¿Le
gustó su paso por la universidad? Me ha
gustado dar clases. Otros aspectos de la universidad ya me gustan menos. Toda
la cosa burocrática, los programas de investigación que te permiten viajar,
todo eso no me ha interesado. Fui dos años vicerrector en la UNED y las
reuniones me aburrían mucho. Me gusta el griego. He tenido pocos alumnos porque
me tocó ya la época en la que el griego dejó de ser la asignatura que debía
cursar todo el mundo, por lo menos durante los primeros años de comunes.
Mantengo muy buenas relaciones con algunos alumnos, hace unas semanas coincidí
con los de la promoción de 1970.
¿Cómo
ve las cosas ahora? Hay un prejuicio funesto que es el
de la rentabilidad. Obtener algo de inmediato, que la gente estudie para
colocarse. Conocer unas cuantas materias y un poco de inglés. Creo que todo eso
es un empobrecimiento. El ser humano tiene unas capacidades imaginativas, y de
memoria y de entendimiento, que se abren con la cultura. Pero eso a los
Gobiernos de ahora no les interesa. No es rentable para ellos como políticos y,
piensan, tampoco es rentable para los que tienen que colocarse. Pero reducir la
vida a eso es un poco triste. Hay tiempo para todo: se puede ser un buen lector
y un buen ingeniero. Esta es una batalla, la batalla de las humanidades,
perdida. En grandes líneas. Pero puede haber focos de resistencia. Hay que
volver a las barricadas, individuales y de pequeños grupos. El lector seguirá
existiendo, aunque sea en este mundo hostil. Serán minoría, pero existirán. La
lectura está unida a la crítica y a los grandes horizontes. La gente que no lee
es gente de mentalidad muy reducida: viven en la prisión del presente.
¿Hay
alguna salida? Es difícil. La vulgaridad tiene
siempre a su favor la facilidad. Es muy fácil ser vulgar, ser como todos, el
mínimo común denominador. Es lo que hay.
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