Superficiales, de Nicholas Carr

p.32: Nietzsche: "Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos".


Las herramientas de la mente

Toda tecnología es expresión de la voluntad humana. Con nuestras herramientas buscamos ampliar nuestro poder y control sobre nuestra circunstancia—sobre la naturaleza, sobre el tiempo y la distancia, sobre el prójimo—. Nuestras tecnologías se pueden dividir, a grandes rasgos, en cuatro categorías, según su forma de complementar o ampliar nuestras capacidades innatas. Un primer conjunto, que abarca el arado, la aguja de zurcir y el avión de combate, aumenta nuestra fuerza y resistencia físicas, nuestra destreza y nuestra capacidad de recuperación. Un segundo grupo, que incluye el microscopio, el amplificador y el contador geiger, extiende el alcance o la sensibilidad de nuestros sentidos. Un tercer grupo, que abarca tecnologías como el embalse hidráulico, la píldora anticonceptiva y la planta de maíz genéticamente modificada, nos permite remodelar la naturaleza para servir mejor a nuestras necesidades o deseos.



El mapa y el reloj pertenecen a la cuarta categoría, la que podríamos llamar, por usar un término utilizado en sentido ligeramente diferente por el antropólogo Jack Coody y el sociólogo Daniel Bell, «tecnologías intelectuales». Estas incluyen todas las herramientas que utilizamos para ampliar o apoyar nuestra capacidad mental: para encontrar y clasificar la información, para formular y articular ideas, para compartir métodos y conocimientos, para tomar medidas y realizar cálculos, para ampliar la capacidad de nuestra memoria. La máquina de escribir es una tecnología intelectual. Lo mismo ocurre con el ábaco y la regla de cálculo, el sextante y el globo terráqueo, el libro y el periódico, la escuela y la biblioteca, la computadora e Internet. Aunque el uso de cualquier tipo de herramienta puede influir en nuestros pensamientos y perspectivas—el arado cambió la perspectiva del agricultor, el microscopio abrió nuevos mundos a la exploración mental de los científicos—, nuestras tecnologías intelectuales ejercen el poder más grande y duradero sobre qué y cómo pensamos. Son nuestras herramientas más íntimas, las que utilizamos para la auto expresión, para dar forma a la identidad personal y pública, para cultivar nuestras relaciones con los demás.


Lo que Nietzsche sintió al teclear sus palabras sobre el papel sujeto en su máquina de escribir —que las herramientas que usamos para escribir, leer y manipular la información trabajan nuestra mente tanto como nuestra mente trabaja con ellas—es un tema clave de nuestra historia intelectual y cultural (como ejemplifican las historias del mapa y el reloj mecánico), las tecnologías intelectuales, cuando alcanzan un uso generalizado, a menudo fomentan nuevas formas de pensar o extienden a la población en general formas establecidas de pensamiento que antes se habían limitado a una pequeña elite. Toda tecnología intelectual, por decirlo de otra manera, encarna una ética intelectual, un conjunto de supuestos acerca de cómo funciona o debería funcionar la mente humana. El mapa y el reloj compartían una ética similar. Ambos ponían un nuevo énfasis en la medición y la abstracción, en la percepción y la definición de formas y procesos, que iban más allá de lo evidente a los sentidos.

La ética intelectual de una tecnología rara vez es reconocida por sus inventores. Por lo general están tan concentrados en resolver un problema particular o desenredar algunos espinosos dilemas científicos o de ingeniería, que no ven las consecuencias más amplias de su trabajo. Los usuarios de la tecnología también son generalmente ajenos a su ética. También ellos están más centrados en los beneficios prácticos que adquieren al emplear la herramienta. Nuestros antepasados no desarrollaron o utilizaron los mapas con el fin de aumentar su capacidad de pensamiento conceptual o de sacar a la luz las estructuras ocultas del mundo. Tampoco fabricaron relojes mecánicos para estimular la adopción de un modo más científico de pensar. Esos fueron subproductos de sus tecnologías. Pero ¡Menudos subproductos! En última instancia, la ética intelectual de una invención es lo que surte el efecto más profundo sobre nosotros. La ética intelectual es el mensaje que transmite una herramienta o medio a las mentes y la cultura de sus usuarios.

Durante siglos, historiadores y filósofos han trazado y debatido el papel de la tecnología en la formación de la civilización. Algunos han identificado en ella lo que el sociólogo Thorstein Veblen denominaba «determinismo tecnológico», argumentando que el progreso tecnológico, que ellos veían como fuerza autónoma externa al control del hombre, ha sido el principal factor que determina el curso de la historia humana. Karl Marx dio voz a este punto de vista cuando escribió; «El molino de viento produce una sociedad con señores feudales; el telar de vapor produce una sociedad con capitalismo industrial». Ralph Waldo Emerson fue más delicado: «Las cosas están en la silla / donde la humanidad cabalga». En la expresión más extrema de esta visión determinista, los seres: humanos se convierten en poco más que «órganos sexuales de un mundo mecanizado», como memorablemente escribió McLuhan en el capítulo sobre el amante de los artilugios de "Comprender los medios de comunicación". Nuestra función esencial es producir máquinas cada vez más sofisticadas —«fecundar» a las máquinas como las abejas fecundan a las plantas-  hasta que la tecnología haya desarrollado la capacidad de reproducirse por sí misma. En ese momento, llegamos a ser prescindibles.

En el otro extremo del espectro están los instrumentalistas, personas que, como David Sarnoff, minimizan el poder de la tecnología, en la creencia de que las herramientas son artefactos neutrales, totalmente subordinados a los deseos conscientes de sus usuarios. Nuestros instrumentos son los medios que usamos para lograr nuestros fines, y como tales, carecen de fines propios. El instrumentalismo es la opinión más extendida sobre la tecnología, entre otras cosas porque es la opinión que preferiríamos ver confirmada. La idea de que estamos de alguna manera controlados por nuestras herramientas es anatema para la mayoría de la gente. «La tecnología es tecnología —declaró el crítico de medios de comunicación James Carey—; es un medio de comunicación y transporte en el espacio y nada más».

El debate entre deterministas e instrumentalistas es esclarecedor. Ambas partes esgrimen argumentos de peso. Si nos fijamos en una determinada tecnología en un momento dado, ciertamente parece que, como aseguran los instrumentalistas, nuestras herramientas están firmemente bajo nuestro control. Todos los días cada uno de nosotros debe tomar decisiones conscientes sobre qué herramientas usar y cómo. También las sociedades adoptan decisiones deliberadas acerca de cómo implementar diferentes tecnologías. Los japoneses, para conservar la cultura samurai tradicional, prohibieron el uso de armas de luego en su país durante dos siglos. Algunas comunidades religiosas, como las viejas comunidades amish que viven en Norteamérica, rechazan los coches de motor y otras tecnologías modernas. Todos los países imponen restricciones legales o de otro tipo sobre el uso de ciertas herramientas.

Pero si uno adopta una perspectiva histórica o social más amplia, los postulados deterministas ganan credibilidad. Que individuos y comunidades puedan adoptar decisiones muy diferentes acerca de las herramientas que utilizan no significa que, como especie, hayamos ejercido mucho control sobre el rumbo o el ritmo del progreso tecnológico. Cuesta mucho sostener el argumento de que «elegimos» usar mapas y relojes (como si alguien hubiera podido optar por no hacerlo). Aún más difícil resulta aceptar que «elegimos» los efectos secundarlos de gran cantidad de esas tecnologías, muchos de los cuales, como hemos visto, resultaban totalmente inesperados cuando las tecnologías se empezaron a usar. «Si algo demuestra nuestra experiencia de la sociedad moderna —observa el politólogo Langdon Winner— es que las tecnologías no son sólo ayudas a la actividad humana, sino también fuerzas poderosas que actúan para cambiar la forma de esa actividad y su significado». Aun cuando rara vez seamos conscientes de esta realidad, muchas rutinas de nuestra vida siguen caminos establecidos por tecnologías que se empezaron a usar mucho antes de que naciéramos. Es una exageración decir que la tecnología avanza de forma autónoma —nuestra adopción y uso de herramientas están muy influenciados por consideraciones económicas, políticas y demográficas—, pero no es descabellado decir que el progreso tiene su propia lógica, y que ésta no siempre es coherente con las intenciones o deseos de los fabricantes y los usuarios de la herramienta. A veces nuestras herramientas hacen lo que le decimos. Otras somos nosotros quienes nos adaptamos a las necesidades de nuestros instrumentos.

El conflicto entre deterministas e instrumentalistas nunca se resolverá. Después de todo, se trata de dos puntos de vista radicalmente diferentes sobre la naturaleza y el destino de la humanidad. El debate atañe tanto a la fe como a la razón. Pero hay una cosa en la que deterministas e instrumentalistas se ponen de acuerdo: los avances tecnológicos a menudo marcan puntos de inflexión en la historia. Las nuevas herramientas para la caza y la agricultura trajeron consigo cambios en los patrones de crecimiento de la población, los asentamientos y el trabajo. Los nuevos medios de transporte expandieron y reorganizaron el comercio. Los nuevos armamentos alteraron el equilibrio de poder entre los Estados. Otros avances, en campos tan diversos como la medicina, la metalurgia y el magnetismo, cambiaron de innumerables formas la vida de las personas y continúan haciéndolo a fecha de hoy. En gran medida, la civilización ha asumido su forma actual como resultado de las tecnologías que ha acabado utilizando.

Más difícil de discernir es la influencia de las tecnologías, en particular las intelectuales, sobre el funcionamiento del cerebro de las personas. Podemos ver los productos del pensamiento—obras de arte, descubrimientos científicos, símbolos conservados en documentos—, pero no el pensamiento mismo. Hay un montón de organismos fosilizados, pero no hay mentes fosilizadas. «Con mucho gusto desarrollaría en gradual calma una historia natural de la inteligencia —escribió Emerson en 1841—, pero ¿qué hombre ha sido capaz de marcar los pasos y los límites de tan transparente esencia?».

Hoy, por fin, la niebla que ha oscurecido la interacción entre la tecnología y la mente está empezando a disiparse. Los recientes descubrimientos sobre la neuroplasticidad hacen más visible la esencia del intelecto, y más fácil de marcar sus pasos y límites. Nos dicen que las herramientas que el hombre ha utilizado para apoyar o ampliar su sistema nervioso —aquellas tecnologías que a través de la historia han influido en cómo encontramos, almacenamos e interpretamos la información, en cómo dirigimos nuestra atención y empleamos nuestros sentidos, en cómo recordamos y cómo olvidamos— han conformado la estructura física y el funcionamiento de la mente humana. Su uso ha fortalecido algunos circuitos neuronales y debilitado otros, ha reforzado ciertos rasgos mentales, dejando que otros se desvanezcan. La neuroplasticidad proporciona el eslabón perdido que nos faltaba para comprender cómo los medios informativos y otras tecnologías intelectuales han ejercido su influencia sobre el desarrollo de la civilización, ayudando a orientar, a nivel biológico, la historia de la conciencia humana. Sabemos que la forma básica del cerebro humano no ha cambiado mucho en los últimos 40.000 años. La evolución a nivel genético se desarrolla con una lentitud exquisita, al menos en relación con la medida humana del tiempo. Pero también sabemos que a través de los milenios los seres humanos han cambiado de formas de pensar y actuar casi más allá de lo reconocible. Como observa H. G. Wells a propósito de la humanidad en su obra "El cerebro del mundo" (1938), «su vida social, sus costumbres, han cambiado por completo, incluso se han visto revertidas e invertidas, mientras que su herencia genética parece haber cambiado muy poco o nada desde finales de la Edad de Piedra». Nuestros nuevos conocimientos acerca de la neuroplasticidad desentrañan este enigma.

Las barreras intelectuales y conductuales establecidas por nuestro código genético no son nada estrechas; y el volante lo llevamos nosotros. A través de lo que hacemos y cómo lo hacemos —momento a momento, día a día, consciente o inconscientemente— alteramos los flujos químicos de nuestras sinapsis, cambiando efectivamente nuestros cerebros. Y cuando pasamos nuestros hábitos de pensamiento a nuestros hijos, a través del ejemplo que les damos, la educación que les proporcionamos y los medios de comunicación a que están expuestos, también les estamos pasando las modificaciones en la estructura de nuestros cerebros.


Nicholas CarrSuperficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?

Comentarios