la deconstrucción es una rebelión edipiana, un asesinato del Padre.

La crítica y el rechazo (¿paradójicos?) de lo escrito, de los textos escritos, que hallamos en Platón afecta inevitablemente a elementos problemáticos del patrimonio judaico. El corpus prescriptivo
y normativo de los escritos canónicos conduce a generacionesde memorización automática, sin pensar en ello (consistiendo la paradoja en que la escritura convertida en auctoritas engendra la transmisión oral simulando la oralidad, haciéndola repetitiva). El texto dominador, pero mudo, no autoriza la dinámica viva del cuestionamiento, de la revisión, de la refutación crítica. Ahoga las creatividades de la duda. En un sentido radical, la ortodoxia es escrita, ya sea en la Torá o en la Ley, o acaso en esa construcción profundamente judía que es la architextualidad del marxismo y de sus exégetas despóticos. Los textos sagrados suscitarán comentarios sin fin y comentarios de comentarios («No hay fin de hacer muchos libros», dice el Qohélet). Pero esta producción interminable es parasitaria, secundaria y, en definitiva, estéril; una especie de río de arena en el desierto
de Namibia. Conduce a las sombrías ingeniosidades del pilpoul [discusión escolástica sobre un problema religioso] (ahí también la pretendida dialéctica de la escolástica marxista deja entrever su precedente talmúdico).

[...]

Sócrates y Jesús de Nazaret no escriben. Es muy probable que Jesús fuera iletrado. Los
descubrimientos filosóficos en el caso del primero, las revelaciones de inspiración divina en el del segundo, son orales. Nacen del cara a cara, de la vitalidad metafórica de la palabra hablada.
De esta diferencia extraerá el cristianismo la de la letra y el espíritu. La Sinagoga está cegada por su «literalismo», por estar encerrada en las inmóviles minucias del texto y del comentario, por
su idolatría de la letra. El cristianismo, en simbiosis con el neoplatonismo, busca el libre pneuma del espíritu, el Geist [espíritu] que contiene en sí el aliento mismo de la vida. El j u d ío se consagra
de manera sempiterna a la ingrata tarea filológica; el cristianismo y sus herederos o disidentes filosóficos siguen la vía regia del ser animado. He ahí una crítica terriblemente acerba. La
sensibilidad judía ha resultado ineluctablemente herida por ello.

Estas cicatrices pueden dar frutos desconcertantes. Todo el movimiento de la deconstrucción, que domina hoy los estudios humanistas, nace de una rebelión judaica contra la autoridad,
la estabilidad y las pretensiones trascendentales de la textualidad, en realidad del discurso trascendente o él mismo inspirado. Más o menos en rebeldía consciente contra una fe y una moral
incapaces de impedir la odiosa barbarie de la Shoá, de prevenir contra ella, la deconstrucción derridana y el postmodernismo que compite con ella se esfuerzan por abolir el contrato entre
la Muerte y el Mundo, entre el Logos y el sentido, que subyacía literalmente a la promesa de Dios a Israel. No hay, se nos dice, ni comienzos ni bereshit, tampoco la menor equivalencia duradera
o garantía entre significante y significado, entre intencionalidad y sentido demostrable. Los marcadores semánticos -siempre según Derrida- no podrían tener sentido estable, consensual,
«sino vueltos hacia el rostro de Dios», condición que ahora se considera absurda. Todas las proposiciones están, en  todo momento, sometidas a la incomprensión, a la autosubversión,
a la transmutación en un eterno juego autorreflexivo de posibilidades. Tomando un concepto del psicoanálisis -esta ciencia cristiana de los judíos-, la deconstrucción es una rebelión edipiana, un asesinato del Padre. Aspira a demoler el logocentrismo patriarcal que, durante milenios muchas veces trágicos, ha impuesto a las tradiciones judías y a otras sus imperativos prescriptivos. Hay que romper por segunda vez las Tablas de la Ley. Su tercera versión será virgen; la palabra clave aquí es «borrar».
No ha habido un «Verbo en el principio»; no lo habrá en el final.


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