El mundo sería una trastienda del infierno si no hubiera libros

para el verdadero bibliófilo (que no se confunde nunca con el falso, el pseudo-bibliófilo, el coleccionador que sólo busca y colecciona por el gusto de atesorar, que en medio de su espléndida biblioteca se parece al eunuco entre las odaliscas de un haren; el mercachifle literario que adquiere para revender y lucrar; el tonto, pues de todo hay, que tiene libros por aparecer discreto); para el bibliófilo auténtico, para el amateur pur-sang, como dicen [p. 407] los franceses, el hallazgo de un libro raro o de un manuscrito curioso es superior a cuantos juguetes y brillantes señuelos se han inventado para entretener y atraer y fascinar las miradas de esa caterva de niños grandes que se agita y afana en este pícaro mundo; el que, dicho sea de paso, sería una trastienda del infierno, si no hubiera libros.

Alfredo Adolfo Camús


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