Perduración del libro y la lectura

Francisco AYALA, de la Real Academia Española
“ABC” (La tercera de ABC). 21 /12/1984
NO soy yo de esas personas que retroceden frente a cualquier innovación y, negándose a admitir el cambio histórico, desesperadamente se aferran a los valores, modos y formas de comportamiento que llenaron su vida. Lejos, por lo demás, de todo espíritu novelero, he reconocido, sin embargo, el profundo alcance revolucionario de los actuales adelantos tecnológicos, y he ponderado las ventajas que ellos traen consigo, a trueque –claro está– de inevitables inconvenientes.
En cuanto se refiere a los medios de co­municación audiovisual, cuyos beneficios resultan demasiado obvios, no puede ocultársele a nadie, por otra parte, que, al desplazar en considerable medida a la letra impresa, van en detrimento del hábito de la lectura, con el consiguiente rebajamiento del nivel de atención a las artes alfabéticas y deterioro del lenguaje.

Con la introducción de esos medios elec­trónicos, se apresuraron los noveleros a declarar periclitado el imperio del libro, dando por conclusa la fase histórica que, con atinada frase publicitaria de inmediato éxito, suele denominarse «galaxia Gutenberg». Como de costumbre, también en esto exageran los noveleros.
Para empezar, digamos que los perfec­cionamientos técnicos rara vez eliminan los mecanismos o procedimientos que les precedieron. A este propósito, recuerda el ejemplo que ponía un sociólogo, Karl Manheim, cuya obra traduje hace muchísimo tiempo, para mostrar cómo se utilizan simultáneamente medios de transporte pertenecientes a estadios de civilización muy distanciados entre sí, desde el avión hasta el carrito de mano y aun la carga a hombros. Tampoco el descubrimiento del teléfono, de la radio o de la televisión va a impedir que sigan enviándose cartas, publicándole periódicos, escribiéndose libros. Esos recursos técnicos ensanchan las posibilidades humanas, sin requerir por ello renuncia alguna.
Y ¿se calcula bien la renuncia que su­pondría el prescindir del libro? Aun en su aspecto externo, el libro es un objeto bello, logrado a lo largo de un proceso íntimamente ligado al desenvolvimiento de la cultura. Hace todavía pocas semanas ha apa­recido en Madrid un volumen, Historia del libro, donde el benemérito director de la Bi­blioteca Nacional, don Hipólito Escolar, describe con sabia puntualidad los avatares de ese bello objeto, hacia el que los biblió­filos dirigen sus apasionados afanes, y que, sin extremos tales, puede constituir la deli­cia de toda persona con gustos cultivados. Pero esto, la entidad física y material del li­bro, con ser importante, no es lo principal, ni lo que puede impedir que el libro desa­parezca del panorama de la creación cultural lo que lo hace insustituible es algo que está más allá de las modalidades técnicas de su producción mecánica, algo que re­side en su fondo: la práctica de la escritura y de la lectura.
Antes he aludido al deterioro del lenguaje común, es decir, del lenguaje que la gente habla, ocasionado por el abandono de la letra impresa en la comunicación de masas. La gente recibe hoy su información general y cotidiana por el oído y por la vista a través de transmisiones noticiosas cuya urgencia conduce –es fatal que conduzca– a una elocución precipitada, torpe, imprecisa, primaria, con formas verbales mostrencas y giros expresivos de elemental pobreza y siempre repetidos. Ese es el modelo lingüístico que se le ofrece, y que desde luego adopta. Pero ¿con qué consecuencias?
Sabido es que el pensamiento depende en mucho –y hay quienes sostienen que depende en todo- del lenguaje; que el pensamiento está contenido en el lenguaje. Reducir el ámbito idiomático equivale ya por lo pronto a reducir el espacio mental.
Este es un efecto pernicioso que afecta a la sociedad en su conjunto de un modo di­fuso. Pero, particularizando más, podrá observarse cómo la pérdida del hábito de leer atrofia las capacidades imaginativas y raciocinantes. Las nociones absorbidas por la vista, acompañadas o no por un mensaje auditivo, tienen carácter sensorial directo y tienden a provocar en el sujeto una reacción inmediata, quizá irreflexiva, en contraste con las nociones adquiridas mediante la lectura, que, activando las potencias mentales, estimulan la conciencia crítica. Cuando se lee un texto, la imagen de la realidad invocada no entra por los ojos, el concepto no está impartido con autoritaria perentoriedad, sino propuesto a una meditada consideración.
Esto, en cuanto a la lectura; pero ¿qué decir en cuanto se refiere a la creación intelectual y artística? Aquí, la consideración meditada, el concentrado sosiego, el aisla­miento que la afinación exige, son inexcu­sables. Podrá el chispazo de la improvisa­ción ser, en el mejor de los casos, eso: un chispazo genial que sirva como punto de partida para iniciar la elaboración de una obra y llevarla luego a cabo con la escru­pulosa, lenta, calculadora meticulosidad requerida por el arte, y sobre cuya base ha­brá de establecerse la comunicación profunda, inteligente y cabal con su desti­natario; pero sin este proceso íntimo, se­creto, el chispazo original queda reducido a mera intuición brillante, privada de mayor consecuencia. En suma: la obra de pensa­miento tanto como la obra de imaginación literaria, sólo mediante la escritura puede concretarse; y sólo mediante la lectura (esto es, mediante el libro, cualquiera sea la materialidad en que éste se produzca) alcanzará esa obra a causar el fecundo efecto innovador que a toda auténtica crea­ción cultural corresponde. Los medios audiovisuales sirven maravillosamente a la fi­nalidad de propagar y popularizar –abaratándolos casi siempre, esto es inevi­table– los frutos nacidos en las labores del espíritu, y con esto cumplen una función digna de general reconocimiento. No les pi­damos ni esperemos que en lo fundamen­tal puedan sustituirlos. Mucho han madru­gado, pues, quienes consideran acabada la vigencia de la letra impresa, conclusa la «galaxia Gutenberg» y cerrado el imperio del libro.

Cosa distinta es reconocer que, en efecto, el indudable prevalecimiento de los medios audiovisuales actúa en el sentido de desacostumbrar a las gentes de la lec­tura, permitiéndoles prescindir de la letra impresa y apartándolas así del libro hasta caer en esa nueva especie de analfabe­tismo que constituye ya hoy un verdadero problema social. Contra este mal, el único remedio está en los programas educativos que, desde la infancia misma, inciten a la lectura, invitando a ese placer que sin duda no faltará quien desapruebe como vicio so­litario. Pero para que sean de veras efi­caces, programas tales han de operar so­bre la infancia misma, pues más tarde es demasiado tarde.

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