La innovación disfruta de un prestigio inmerecido. Se nos pide que rindamos pleitesía a lo que aparece como novedad, pero nuestra obligación intelectual es hija del viejo escepticismo. Seamos críticos. Mejor recelar de todo aquello cuyas consecuencias no han sido calculadas.

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Elogio al libro de papel

Su efecto se agota

Autor:Basilio Baltasar   |    Publicacion:20-08-2017

El ebook irrumpió en el escenario entre anuncios, focos y aplausos. Ya se sabe: las campañas de publicidad que seducen a los sentidos y excitan la candidez

La innovación disfruta de un prestigio inmerecido. Se nos pide que rindamos pleitesía a lo que aparece como novedad, pero nuestra obligación intelectual es hija del viejo escepticismo. Seamos críticos. Mejor recelar de todo aquello cuyas consecuencias no han sido calculadas.
El ebook (dejemos que en su esperada agonía lleve su nombre en inglés) constata la ingenuidad de una sociedad dispuesta a aplaudir la innovación como si los productos mercantiles de la tecnología pertenecieran a la redención del género humano.
Esta confusión (entre tecnología y cultura, novedad y progreso, invento y curación…) es el síntoma del fetichismo supersticioso que gobierna a una sociedad falsamente moderna.
El ebook irrumpió en el escenario entre anuncios, focos y aplausos.
Ya se sabe: las campañas de publicidad que seducen a los sentidos y excitan la candidez.
Afortunadamente, su efecto hipnótico se agota.
El declive del ebook procede de una más que evidente insatisfacción: una vez superado el ciclo del esnobismo –una epidemia de contagios imitativos-, los usuarios crédulos, finalmente comprenden. Y despiertan.
Súbitamente se dan cuenta y con la pantalla en la mano llega un día en que se preguntan “¿para qué quiero yo esto?”.
El ebook es un problema político. Si triunfara, destruiría la cadena de producción del libro de papel: sus artesanías, oficios e industrias. Incluyendo aquí al destinatario último de un invento humanista: el lector autónomo.
Resulta lamentable que no se hayan encendido las luces de alarma ante los peligros de la dependencia entre “usuarios” y “servidores”. ¿Los servidores? ¿Los servidores de quién?
Esta perversa designación ya debería habernos alertado.
Estamos obligados a preservar el grado de autonomía individual conquistado en la Galaxia Gutenberg y a recelar de las “innovaciones” que atrofian nuestro campo de decisión.
Además de ser una operación mercantil ruinosa (¿cuántas veces tendremos que pagar para leer los libros de “nuestra” biblioteca? Caducan los programas de nuestro ordenador, las aplicaciones, los terminales… hay que pagar constantemente la conexión a las operadoras telefónicas, a las eléctricas…); resulta que el acceso a “nuestro” libro, que nadie sabe dónde está, depende de llaves que no nos pertenecen.
Resulta absurdo creer que esta “innovación” mejora nuestra autonomía de ciudadanos libres.
Consentir que se hurgue en los hábitos de nuestra privacidad hasta el punto de que “alguien” sepa qué libros estamos leyendo y qué fragmentos estamos subrayando, me parece un error ridículo. Ser vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos inofensivo que serlo por un inquisidor
El control de los hábitos lectores es una intromisión política en el territorio de la intimidad: nuestra obligación es preservarla con celo.
Y otra cosa a tener en cuenta: si triunfaran los deseos de los fabricantes del libro electrónico, cualquier libro impertinente o molesto podrá desaparecer de los “servidores” cuando sus propietarios así lo deseen.
Con una sola tecla, sin hogueras, humos y cenizas, pero con el mismo efecto.
La facilidad con que en el futuro podrá ejecutarse un índice de libros prohibidos es pasmosa.
El éxito político del ebook no ha sido su implantación, tan renqueante, sino la credulidad militante de los que han ensalzado la supremacía del artefacto. Estas redes de complicidad espontánea (no necesariamente interesadas) permiten a los emprendedores, siempre legitimados por el prestigio de la innovación, poner a la venta artificios tecnológicos que deterioran nuestra soberanía.
Admiro el ingenio de los emprendedores californianos, pero, francamente, nuestra obligación es preguntarnos si sus innovaciones nos convienen.

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