Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia lanificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas.

La paradoja del eco vivificador entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca, depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El «acto clásico de la lectura», como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo) y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta a los libros que sea también responsabilidad no es realista. Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant, un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado nivel de formación lingüística e histórica anterior. Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico. Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX, muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio, el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca de Alejandría hasta la celda de san Jerónimo, la torre de Montaigne o el despacho de Karl Marx en el British Museunl, las artes de la concentración - lo que Malebranche definía como «la piedad natural del alma»- han tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.
Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un «oficio» universitario cada vez más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes americanos no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia lanificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas.


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