la lectura es una de las formas de esa conversación de uno consigo mismo a la que a veces se ha llamado conciencia, o meditación, o pensamiento.

 Leo del prólogo de Jorge Larrosa –profesor de Filosofía de la Educación de la Universidad de Barcelona– al precioso libro de Víctor Bravo Leer el mundo (2009):

La lectura, tal como la conocemos, está ligada a la soledad y al silencio. En un texto juvenil y muy bello, María Zambrano dice algunas cosas sobre la escritura que pueden aplicarse, punto por punto, a la lectura. Escribir, dice Zambrano, «es defender la soledad en que se está». Leer, podríamos añadir nosotros, como en un eco, es también defender la soledad en que se está. Una soledad, sin embargo, que es compañía, una cierta forma de la compañía, una extraña modalidad de la amistad. Y leer es también defender un cierto silencio. Pero un silencio que es comunicación, una cierta forma de comunicación. Esa que se da cuando cambia nuestra relación cotidiana con las palabras, cuando pasamos de hablar demasiado y de escuchar sin atención, a atender al lenguaje mismo en su máxima pureza y en toda su gratuidad. Una actitud que podemos encontrar también, tal vez, en una sentencia de Catón que alguien encontró sobre la máquina de escribir de Hannah Arendt días después de su fallecimiento: «Nunca se está más activo que cuando no se hace nada, nunca menos solo que cuando se está a solas con uno mismo». Al leer se hace algo, sin duda. Pero ese hacer está del lado de una cierta detención, de una cierta interrupción, de una cierta inactividad. Leer supone interrumpir las urgencias y los quehaceres de los que está tejida nuestra vida cotidiana. Leer está del lado del lujo, del ocio en el sentido antiguo de la palabra otium, de lo gratuito, de lo liberado de la necesidad y de la utilidad. Al leer se está muy activo pero, sin embargo, estrictamente no se hace nada. Tienen razón los que dicen que leer es perder el tiempo. Pero lo que se pierde es un cierto tipo de tiempo, el tiempo medido, el tiempo rentable, el tiempo capturado por la ocupación utilitaria del tiempo. Por otra parte, la pregunta ¿con quién estamos cuando leemos? no es sencilla de responder. Es cierto que estamos solos, y por eso la invención de la lectura es también uno de los episodios de la invención de la soledad, es cierto que estamos acompañados, y por eso la lectura tiene algo que ver con la amistad y, a veces, con el amor, pero es también cierto que al leer estamos con nosotros de una forma especialmente intensa. Por eso la lectura es una de las formas de esa conversación de uno consigo mismo a la que a veces se ha llamado conciencia, o meditación, o pensamiento.

La lectura desaparece porque desaparecen la soledad y el silencio. Pero también porque desaparecen las actividades demoradas y gratuitas, las que se hacen sin prisas y sin saber por qué, las que tienen que ver con el don o con el robo y no el intercambio, las que están más del lado del gasto que del lado del beneficio, las que no son estrictamente económicas. Por eso los enemigos de la lectura son también el prestigio y la seriedad, los oropeles de la industria cultural, los propietarios y los sacerdotes de la palabra escrita. La palabra lectura está, quizá, demasiado saturada. Y tal vez ahora que la lectura está desapareciendo, ahora que nos podemos sentir libres de una tradición asfixiante, ahora que los lectores no tenemos ya ninguna misión elevada respecto del mundo ni respecto de nosotros mismos, podamos volver a jugar con los libros, con otra libertad, con otra inocencia. La escritura como pulsión y no como obra. La lectura como juego y no como trabajo, ni siquiera como utopía. Desaparecida la lectura solemne e impostada, tal vez sea hora de que aparezca el lector-niño que ordena piedrecitas al borde de la playa. Lectores distraídos, curiosos, inventivos, juguetones, olvidadizos, quizá insignificantes. La experiencia de la lectura produce acontecimientos anímicos extremadamente livianos, arbitrarios y fugaces. Aparecen y desaparecen a una gran velocidad. No nos regalan otra cosa que el instante. La mayoría de las veces, no dejan rastro. Y, sobre todo, siempre son más y otra cosa que lo que somos capaces de fijar con nuestras clasificaciones y nuestras distinciones.


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ANA TERESA TORRES

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